EXPULSIÓN DE LOS JESUITAS DE ESPAÑA

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El libro Jesuítas Expulsos de España, Literatos en Italia del Padre Alejandro Gallerani, S. J. Traducido del italiano y con apéndices, fue publicado en Salamanca por la Imprenta Católica Salmanticense a cargo de Bernardíno de la Torre en 1897.

En el Prólogo del Traductor, nos dice: Tiene la historia el grave e irremediable defecto de ser póstuma; de aquí resulta, las más veces, que llegan tarde sus vindicaciones, cuando ya no pueden aprovecharse de ellas los que en vida fueron blanco de la calumnia y del dicterio.

Sin embargo, cuando el sujeto sobre que recaen los juicios y apreciaciones de la crítica es, no un individuo, cuya historia no puede extenderse más allá de los límites siempre reducidos de su existencia, sino un cuerpo moral, una institución, una sociedad, entonces pueden desagraviarse plenamente las injusticias de los que nos han precedido, pueden revindicarse derechos inicuamente conculcados, puede restaurarse un nombre que el odio y la envidia oscurecieron, y se puede satisfacer con sinceras y nobles retractiones a esa misma sociedad, que por la unión y continuación de sus miembros, va perpetuándose a través de los siglos.

Como río desbordado, que arrastra cuanto el huracán destroza en las riberas, y con su turbia y cenagosa corriente va a perderse en el mar, pasan los años, llevando en su rápido curso, sucesos, ideas, instituciones. Pero al fin el rumor de las tempestades se extingue, las pasiones se amortiguan, los perjuicios y prevenciones desaparecen y los hechos tarde o temprano, ábrense al fin paso desde el fondo de olvidados archivos y oscuras bibliotecas, y entonces es cuando a los ojos de la crítica severa e imparcial, aparece en todo su esplendor la realidad histórica.

Hubo un tiempo en que era de moda y parecía de buen tono, amontonar sobre los Jesuítas, todo el cúmulo de injustas acusaciones, que el odio de unos y la envidia de otros había forjado con el único fin de matar a la hija, como decía Roda, para acabar después con la madre, la Iglesia Católica.

No hay crimen por horrible que sea, ni error por absurdo que parezca, que no se arroja al rostro de la Compañía, hasta el punto de poder decirse, ridiculizando aquel prurito de sátiras e invectivas antijesuísticas, que “Malum Eva jesuitis credula, porrexit Ada, jesuitis credulo”. Eva engañada por los jesuítas, alargó la manzana a Adán, que confiaba en los Jesuítas”.

Mas ¿qué peso puede tener -diré repitiendo las palabras del Ilmo. Sr. Obispo de Tarazona en reciente pastoral,- qué a peso pueden tener los denuestos y sarcasmos de un Calvino, de un Melancton, de un Beza, de un Voltaire, de un Platel, de un D´Alambert y de otros cien apóstatas y herejes que se han hecho populares a costa de la Compañía de Jesús, contrabalanceados on los auténticos testimonios de un San Cárlos Borromeo, de un San Francisco de Sales, de un San Felipe Neri, de una Santa Teresa de Jesús, de un Santo Tomás de Villanueva, de un San Cayetano, de un San Luis Beltran, de un San Camilo de Lelis, de un San Vicente de Paul... y ¿por que tengo que cansarme? De todas las eminencias de santidad, sin excepción alguna, que veneramos en los altares, desde los tiempos de San Ignacio hasta nuestros días. Pues ¿a quienes hemos de creer, a los santos, amigos de Dios y de su Iglesia, o a sus perdidos e infernales enemigos?

Convocad también al mismo tribunal de vuestra desinteresada rectitud a los monarcas de la tierra. Mas ¿cómo osarán parecer una Isabel de Inglaterra, un José de Portugal y un Carlos III de España que condenaron y persiguieron de muerte a la compañía, ante las excelsas majestades de Carlos V y de Felipe II, de los emperadores de Alemania, desde Rodolfo hasta María Teresa, de Enrique IV, de Luis XIV, de Lobieski, de Juan III y IV de Portugal y aun de Federico II de Prusia y de Catalina de Rusia? Porque manifiesto es, que todos estos monarcas estimaron en mucho los servicios de la compañía y los ponderaron y recompensaron con imperial magnificiencia.

Al Sumo Pontífice no podemos, ni debemos juzgarle. Lo que podéis leer en las auténticas cartas de San Alfonso María de Ligorio, es que aquel Breve costó a Clemente XIV muchas y muy amargas lágrimas. El mismo confesaba que lo expedía con dolor de su alma y como un remedium orbi reconciliando accommodatum. Pues bien ¿qué es un solo Breve de este linaje arrancando al Sumo Pontífice a puras amenazas de cismas y sangrientas guerras, si con el se comparan las solemnísimas Bulas de extraordinarios privilegios y encarecidas alabanzas que han casi prodigado a la Compañía de Jesús más de 30 Vicarios de Jesucristo desde Paulo III hasta nuestro actual Pontífice León XIII, el cual reintegrando las antiguas gracias y privilegios de la compañía le ha querido mostrar tanto amor como sus santísimos predecesores”.

Y ¿qué vino a ser el fin aquella muerte de la compañía, sino una condición indispensable de su resurrección gloriosísima suspirada ya a los pocos días de su muerte, por los votos unánimes del universo católico? Aunque si bien lo miramos, allí no hubo muerte siquiera; porque, cuando la hija valerosa de Ignacio se sintió herida por el rayo fulminante del Vaticano, por la fidelísima devoción, que tenía a la Santa Sede, dejándose caer sobre la misma piedra fundamental de la Iglesia; y en esta piedra y fundamento vivo de Jesucristo, nunca tuvo ni tendrá jamás la muerte su morada. Aquella muerte fue un sueño y breve descanso después de tres siglos de combates y fatigas”.

Y no es solo la benevolencia de amigo o el cariño de padre, el que encuentra en la historia datos irrefragables para vindicar pasadas injusticias o reparar recientes agravios; ni solo son Prelados como el Ilustrisimo de Tarazona, cuyas palabras acabo de copiar, los que proclaman en solemne documento la inocencia de la Compañía: no, la crítica habla a fines de este siglo por boca de autores que nada tienen de jesuísticos, y a quienes no puede ciertamente tachárseles de papitas; y habla para deshacer inveterados prejuicios y contribuir también a la plena y pública reparación, que exige la rectitud y nobleza del escritor, la misma imparcialidad histórica.

Ni es solo en España, donde los Jesuítas hallan a fin de siglo escritores justos hasta cierto punto y hasta cierto punto imparciales, sino que en otras partes, en Italia, por ejemplo, hay profesores eminentes, como el Dr. Cian, que no desdeñan de fijar su atención en los expulsados por la clemente pragmática del piadoso Carlos III, y no tienen a menos el emplear sus innegables talentos en historiar con criterio, “sino exento de prejuicios, al menos no abiertamente hostil por máxima general y deliberado propósito”, la Emigración de los jesuítas españoles, literatos en Italia.

Claro es, y casi no hacía falta decirlo, que los partidarios de las modernas doctrinas sobre las relaciones entre la Iglesia y el Estado, y los defensores del absurdo dualismo que canoniza en el hombre público aquello mismo, que execra y anatematiza en el privado, claro es, repito, que los contaminados por el error de estos últimos tiempos, no pueden escribir muchas páginas sin que gotee de su pluma, algo del veneno más o menos les inficiona.

Por eso ha sido necesario que sobre la Memoria del profesor Cian, inserta en las actas de la Academia Real de ciencias de Turín, escribiera el ilustre P. Gallerani, haciéndose con ello acreedor al reconocimiento y gratitud de los buenos españoles, una serie de luminosos artículos en la Civiliá Cattolica, poniendo como suele decirse los puntos sobre las ies.

Sería, sin embargo, injusticia, no reconocer en la obra del ilustre profesor de Turín, como dice muy bien el P. Gallerani, “al diligente historiador que con ánimo de indagar la verdad, y con aquel cuidado y diligencia no comunes, que suele emplear en otros trabajos semejantes y que tan justa celebridad le han merecido, trata de los jesuítas españoles que como miembros principales, tomaron parte en el movimiento literario de Italia”.

Me hubiera yo limitado a la simple traducción de los artículos de la Civiltá debidos a la pluma del ilustre jesuíta, si algunas autorizadas personas, cuyas insinuaciones deben ser para mi mandatos, no me hubieran aconsejado la conveniencia de añadir por modo de apéndices lo que en el texto se daba ya como sabido y no entraba en el plan del autor; es a saber, las noticias referentes a la expulsión, sobre todo a la de España.

A nadie puede ocultarse lo poco apetecible y gloriosa que me habrá sido la ingrata labor de coleccionar lo más preciso, lo más saliente, aquello que pudiéramos llamar la flor y nata de la historia, en un asunto ya muy tratado por autores de nota y excelentes ingenios.

Para no apropiarme glorias ajenas, y aun a riesgo de que pueda decirse que ni lo bueno es mío, ni lo mío es bueno, he querido citar con rigurosa fidelidad y sincera franqueza, los autores de que me he servido, anotando los fragmentos que de sus obras trascribía, y dándoles en estos apéndices la brevedad impuesta me han permitido.

Yo me resigno a la inevitable desgracia de no dar gusto a todos, y consolándome de las deficencias de mi obra con el... hic aliter non fit, Avite, liber, del poeta bilbitano, me encomiendo a Dios y a la benevolencia de mis lectores.

Seminario Central de Salamanca, 2 de Abril de 1897, aniversario de la expulsión de los Jesuítas en España.

 

ANTONIO DE MADARIAGA, S. J.

El índice de la obra esta expuesta de la siguiente manera: Causas de la Expulsión / La Tendencia Jesuística y la Antijesuística a la Llegada de los Literatos Españoles / El Movimiento Literario de los Jesuítas Españoles en Italia / Apéndices.

 

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